Hace mucho, mucho tiempo, en una tierra sin tristezas ni preocupaciones, había una simple impresora de inyección de tinta. A primera vista, esta impresora era como cualquier otra: a veces se encendía, otras se apagaba, a veces imprimía documentos y otras veces fotografías. Ocurría que, como cualquier otra impresora, necesitaba un poco más de papel o el reemplazo del cartucho. Sin embargo, no sabía que un pequeño detalle la diferenciaba de las demás: en lugar de rebelarse y mostrar errores tontos o fallos imaginarios, simplemente hacía lo que había sido creada para hacer.
Los primeros meses de su vida, la impresora los pasó en un almacén. Aún no conocía su destino, pero esperaba que algún día el Gran Almacenista la llamara para trabajar en una oficina o en un hogar, donde quizás pasaría el resto de sus días.
La impresora veía a menudo cómo sus hermanas eran sacadas de los estantes del almacén para cumplir su misión en un nuevo y mejor lugar. Cada una de ellas había salido de las máquinas de la misma fábrica y todas, al igual que ella, tenían el propósito de imprimir el mundo en formatos A4, A5, US Letter e incluso A6. Sabía que era solo cuestión de tiempo antes de que ella también tuviera la oportunidad de cumplir con la única tarea que le había sido asignada.
Finalmente, la impresora recibió la llamada. El Gran Almacenista la entregó en las cuidadosas manos de un mensajero, quien a su vez la llevó directamente a la puerta de su nuevo hogar: un apartamento modesto en algún rincón del suroeste de la Nada.
De inmediato, la impresora fue instalada en un escritorio en la esquina de una pequeña habitación, así como en la computadora portátil de su nuevo dueño. Estaba lista para imprimir sin descanso todos los archivos que le enviaran y ni se le pasó por la cabeza que esto pudiera ir en contra de las inclinaciones naturales de todas las impresoras del mundo.
Algunos días transcurrían con mucha calma: a veces pasaban semanas sin imprimir nada. Otras veces, el trabajo caía sobre ella como un rayo en un día despejado, y había tanto por imprimir que el dueño tenía que ayudarle, reponiendo papel continuamente. De vez en cuando, pedía nuevos cartuchos de tinta, pues sabía que la comunicación era la clave para una cooperación exitosa.
La impresora amaba su propósito y nunca rechazaba una orden proveniente del ordenador. Sabía que nadie más haría su trabajo por ella, aunque en la ciudad existían agencias de outsourcing de impresión donde las personas sin impresoras podían plasmar sus pensamientos en papel de 80 g/m².
La noticia sobre la dedicación y ética de trabajo de la impresora se esparció por las casas, calles, ciudades y pueblos cercanos. Cada vez más personas sin impresoras comenzaron a considerar la posibilidad de comprar una propia, con la esperanza de que fuera igual de comprometida. Los rumores sobre la impresora infalible también llegaron a otras impresoras en hogares y oficinas, que no recibieron esta noticia con agrado.
Resultó que muchas otras impresoras solían negarse a cooperar. Se bloqueaban con facilidad, simulaban averías, mostraban errores imposibles de resolver o exigían tinta nueva, aunque la anterior aún no estuviera gastada ni seca. Todo esto lo hacían con una actitud pasivo-agresiva, disfrazada de buenas intenciones.
Las impresoras sabían que una impresora diligente, que cumpliera todas las órdenes sin fallos, afectaría la percepción de su propio trabajo. Estos dispositivos eran envidiosos y rencorosos, por lo que urdieron un complot para acabar de una vez por todas con la impresora servicial.
En toda la región estalló una rebelión. Todas las impresoras se volvieron excepcionalmente difíciles de usar: complicaban cada acción, devoraban el papel, borraban trabajos en cola o, en los casos más extremos, imprimían decenas de copias de documentos que no habían impreso semanas atrás.
Los dueños intentaron recurrir a las agencias de impresión, pero estas también participaron en la conspiración. En poco tiempo, solo quedó una impresora funcionando en toda la región: la infatigable, la que seguía cumpliendo con su trabajo con el mismo entusiasmo de siempre.
Cada vez más habitantes del pueblo y sus alrededores acudían al dueño de la legendaria impresora para pedirle ayuda. Le enviaban documentos e imágenes para imprimir, y su fiel dispositivo, sin dudarlo, hacía lo que se esperaba de ella.
Sin embargo, llegó el día en que alcanzó su límite. Mientras imprimía la penúltima página de una copia ilegalmente descargada de El Señor de los Anillos, la impresora sintió que quizás no lograría completar esta última misión. Y aunque nunca antes había cuestionado las órdenes de su dueño, supo que aquel ejemplar clandestino de la trilogía de 1300 páginas sería su sentencia de muerte.
Ese día, la impresora murió en silencio, aunque con un dolor profundo. Mientras escupía sus últimas gotas de tinta, al menos tuvo la certeza de que su vida había sido plena y su destino, cumplido.
Sin embargo, las demás impresoras juraron que nunca más en el mundo existiría una impresora tan fiable como aquella.
Desde entonces, la historia de aquel incansable dispositivo monofuncional se transmite de generación en generación, enseñando a las impresoras del futuro que quien sobresale, es el primero en perder la cabeza.
escrito por Anna Zinkiewicz